Hola de nuevo, a continuación les presento un cuento (muy personal) que escribí hace unos días para una Diplom. que estoy haciendo y que ya les comenté... Espero les guste.
¡Un saludo grande a todos!
La Herencia
El corazón se le agitó aún más cuando escuchó el estruendo del barco que hacía pie en el puerto. La gente se agolpó en la cubierta esperando ver la tierra prometida. Mientras, Carmen buscaba sus bártulos y sus recuerdos a tientas en la oscuridad del interior, olvidando que lo más importante lo llevaba adentro mezclado entre su cuerpo, esperando nacer.
Los pañuelos se agitaban, miles de palomas de trapo recibían a los desterrados que venían buscando el pan y la dignidad perdida o robada. Pero mi tatarabuela buscaba otra cosa.
La niña que se bajó del "Esperanza" los primeros días del siglo pasado, venía con el desengaño a cuestas persiguiendo a su destino y buscando al padre de su hijo. Le sobraba belleza y ansias de trabajo, así que en unas horas ya estaba limpiando lo pisos de una casa en el centro de la ciudad.
En el pueblo aún se seguía murmurando de la niña del mar, de esa que se robó un marinero pero que no pudo conservarlo. Y es que las sirenas con sus melodías de jalea y miel captaban a sus presas como a insectos y, aunque alguno osaba escapar, volvía arrepentido pidiendo piedad. Lorenzo, que de mares ya sabía mucho, llegó escapando con su garra de acero a cuestas perseguido por las notas de azúcar de esas bestias que no se parecían en nada a las que él cazaba en alta mar aunque compartieran la afición por cantar.
De cómo se conocieron sólo recuerdo un pasaje breve de una carta marchita. Ella guiada por el aroma a frutos marinos se acercaba al puerto casi todas las mañanas, acompañada por las niñas del lugar a mirar a los que habían burlado a las ninfas. Él venía confiado en su habilidad de escapista, sabiéndose vencedor de las terribles hijas de Forcis. Y sin saber, cayeron en una mirada constante y cálida, de esas que tratamos de evitar pero que nos doblegan, que nos sonrojan hasta los límites de nuestra piel.
Mi tatarabuelo le cantó coplas con cacao al oído, bañadas de su voz de arena, le dejó corales en la almohada y partió de nuevo en la nave que lo había depositado en esa tierra, con la excusa secreta de enfrentar nuevas batallas, nuevos monstruos mitológicos. Carmen, no pudo ponerse a tejer historias pacientemente esperando el regreso de Lorenzo, la guagua en su interior crecía y las fajas que la ceñían ya no la dejaban conservar su paso diligente. Ya no tenía pretendientes que la acosaran, las lenguas habían esparcido su ponzoña entre las casas, así que con la cabeza en alto, como a quince centímetros de los hombros, se subió al barco que prometía honra a más de nueve mil kilómetros.
El cómo vivió desde ese día no viene al caso, ni mucho menos les importará saber cómo murió. Pero si pudiesen ver el daguerrotipo que tengo entre mis manos se darían cuenta que esa mujer con el cabello coronado en puntillas es idéntica a mí y que lo que me inquieta no es llevar a flor de piel sus genes sino las flores de coral que encontré entre las plumas de mi almohada.
¡Un saludo grande a todos!
La Herencia
El corazón se le agitó aún más cuando escuchó el estruendo del barco que hacía pie en el puerto. La gente se agolpó en la cubierta esperando ver la tierra prometida. Mientras, Carmen buscaba sus bártulos y sus recuerdos a tientas en la oscuridad del interior, olvidando que lo más importante lo llevaba adentro mezclado entre su cuerpo, esperando nacer.
Los pañuelos se agitaban, miles de palomas de trapo recibían a los desterrados que venían buscando el pan y la dignidad perdida o robada. Pero mi tatarabuela buscaba otra cosa.
La niña que se bajó del "Esperanza" los primeros días del siglo pasado, venía con el desengaño a cuestas persiguiendo a su destino y buscando al padre de su hijo. Le sobraba belleza y ansias de trabajo, así que en unas horas ya estaba limpiando lo pisos de una casa en el centro de la ciudad.
En el pueblo aún se seguía murmurando de la niña del mar, de esa que se robó un marinero pero que no pudo conservarlo. Y es que las sirenas con sus melodías de jalea y miel captaban a sus presas como a insectos y, aunque alguno osaba escapar, volvía arrepentido pidiendo piedad. Lorenzo, que de mares ya sabía mucho, llegó escapando con su garra de acero a cuestas perseguido por las notas de azúcar de esas bestias que no se parecían en nada a las que él cazaba en alta mar aunque compartieran la afición por cantar.
De cómo se conocieron sólo recuerdo un pasaje breve de una carta marchita. Ella guiada por el aroma a frutos marinos se acercaba al puerto casi todas las mañanas, acompañada por las niñas del lugar a mirar a los que habían burlado a las ninfas. Él venía confiado en su habilidad de escapista, sabiéndose vencedor de las terribles hijas de Forcis. Y sin saber, cayeron en una mirada constante y cálida, de esas que tratamos de evitar pero que nos doblegan, que nos sonrojan hasta los límites de nuestra piel.
Mi tatarabuelo le cantó coplas con cacao al oído, bañadas de su voz de arena, le dejó corales en la almohada y partió de nuevo en la nave que lo había depositado en esa tierra, con la excusa secreta de enfrentar nuevas batallas, nuevos monstruos mitológicos. Carmen, no pudo ponerse a tejer historias pacientemente esperando el regreso de Lorenzo, la guagua en su interior crecía y las fajas que la ceñían ya no la dejaban conservar su paso diligente. Ya no tenía pretendientes que la acosaran, las lenguas habían esparcido su ponzoña entre las casas, así que con la cabeza en alto, como a quince centímetros de los hombros, se subió al barco que prometía honra a más de nueve mil kilómetros.
El cómo vivió desde ese día no viene al caso, ni mucho menos les importará saber cómo murió. Pero si pudiesen ver el daguerrotipo que tengo entre mis manos se darían cuenta que esa mujer con el cabello coronado en puntillas es idéntica a mí y que lo que me inquieta no es llevar a flor de piel sus genes sino las flores de coral que encontré entre las plumas de mi almohada.