martes, 22 de noviembre de 2011

De cómo Baco tiene la culpa por el dulce de leche




Todos creen que el dulce de leche nació por un descuido de la criada de Rosas pero no fue así, en lo absoluto. Lo que a mí me contaron me parece más coherente y les pienso decir así no andan comiendo ese dulce manjar, también llamado cajeta, sin saber cómo surgió.




La cuestión es que una mañana, Zeus (si, el dios) se puso a desayunar con unos mates y pan con manteca después de una noche de excesos y se dio cuenta que no era suficiente. Entonces llamó a un amigo, Baco, que también era parte del club del Olimpo (que después se hizo club de fútbol y terminó... mejor no hablar de eso) para que creara algo más suculento para arrancar las mañanas persiguiendo mortales.

El dios del teatro también andaba con desvelo encima y encaró sin muchas ganas a la heladera a ver qué había quedado de la noche anterior. Los ingredientes no eran muchos, un poco de leche y azúcar, pero él sabía que los pedidos del "tata" (así le decían a Zeus) eran sagrados y emprendió la empresa con la mejor cara "pos-orgía". Puso todo al fuego en la cacerola que la tía Yola le prestó y con un palo de escoba se puso a revolver el mejunje. Como buen trasnochador andaba con su "bica" en el bolsillo y no se dio cuenta cuando una cucharadita del producto cayó en la olla, lo que explica porque todavía seguimos utilizando bicarbonato de sodio para la preparación. Casi me olvido de aclarar, Baco era salteño.

Y así, revolviendo cada 5 minutos aproximadamente nació este noble producto argentino (no fue parido en Tacuarembó) que yo degusto con tantas ganas cada vez que mi hermano deja alguito en la heladera.

Nota: Las cosas que se nos ocurren en el Saeta son de no creer, para mí que está endiablado.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Soy de pueblo

La primera vez que me di cuenta que era de pueblo fue cuando mi papá me llevó a comprar zapatillas a Salta y  miré para los dos sentidos al cruzar la calle. Creo que me ayudó un poco su "qué coya que sos", aunque tengo mis dudas.
Nunca pensé que mi gentilicio carrileño me iba distinguir pero parece que no todos creen como yo. Tener mis ideas y ser de pueblo es algo que horroriza a mi querida Sara y a mi eso me sorprende. Y es que el estereotipo de gente de pueblo suele ser muy fuerte. No se concibe a un pueblerino que no calce alpargatas y este montado por lo menos 18 horas de su día en un noble caballo flaco, mucho menos a uno que no defienda "la familia" y no vaya todos los domingos a misa. Lo que pasa es que yo le salí falladita a mi madre, ni para pueblo ni para ciudad sirvo.
Supongo que ser de pueblo no es tan malo, salvo conocernos todos y tener un hervidero de chismes en la puerta de casa, el resto se sobrelleva muy bien. Tengo amigos de años a los que no vendo ni por un kg de dulce leche, tengo a mi familia cerca (si, somos todos parientes en distintos grados) y puedo mirar los cerros todas las mañanas, de todos los días, de todos años y eso ya es mucho decir.
Por eso, señor de la gran ciudad, no lo piense más y arrime la silla que la vereda es grande y la tía Yola ya está por empezar a cebar los mates.

viernes, 15 de julio de 2011

La novicia

Él lo sabe y no hay manera de borrar eso con tu cuaderno.
Las disculpas no te conforman y en esas hojas estás pasando todo. Las decepciones apretadas en las sábanas y ese único primer error llenan los renglones. Todo escrito con letras de colores, enmarcando la foto robada.

domingo, 20 de febrero de 2011

Ideal

Este es un texto nuevo, obviamente sin terminar, inspirado en una historia de Galeano que leí hace unas semanas. Espero sus correcciones y opiniones como siempre. Y, de nuevo, gracias por leer...

“Te voy a ser fiel” me dijo mientras se escapaba entre la masa de trabajadores que corrían por la pendiente del cerro, y le creí. Le creí porque sabía, firmemente, que no era posible, porque entre mis deseos estaba creer en algo, en alguien.
Está de más decir que fue la ultima vez que vi esa imagen, su cabello en disputa con el viento de la tarde, sus ojos encendidos por el cielo rojo del valle. Era imposible no creer en esa fotografía, o al menos eso me consolaba.
Había sido débil, una vez más. Había intentado retener su retrato y lo que representaba, una vez más, aun cuando sabía desde el primer minuto que “los ideales estaban por encima de cualquier sentimiento”, tal como me lo repetía en infinidades de encuentros.
No me necesitaba en lo más mínimo, no pensaba en mi, no recordaba ni quería recordar mi nombre. Sólo quería aliviar la culpa de sentirse en guerra entre sus “ideales” y sus deseos, esos que lo convertían en un simple mortal asustado e indefenso, atrapado en mí cada noche.
Lo deseaba, cuánto lo deseaba. Quería retenerlo para siempre pero no podía. Luchaba con mis ganas de vivir como cualquiera en el pueblo, como esos que veía los domingos en la iglesia, tomados de la mano. Pero yo no era así, nunca voy a ser así… Preferí estar con él, aun sabiendo de antemano qué se iba, que no iba a volver, que el maldito amor no estaba, ni lo había encontrado en medio de la fuga. Aun así no lo escuché…
Es que era tan difícil olvidarse de esa imagen. Todo lo que vino después sólo se justifico por haberlo conocido. Las lágrimas y la sangre en una mezcla que parecía infinita, la sed y el cansancio, el dolor y la muerte ante mis ojos, todo soporté sin una palabra, ni un mensaje al viento. No dije nada hasta ahora, ahora que le regalé un mundo de ventaja.

viernes, 14 de enero de 2011

Las Garzas

Les paso a continuación un nuevo cuento, sin terminar, para que lo lean y juzguen, critiquen y opinen, sean duros, muy duros.

No recuerdo la primera vez que miré la foto, imponente en la cima de la biblioteca, pero tengo grabada en la memoria la imagen de sus anteojos de marco fino y su tez joven, más joven de lo que era. Mi bisabuelo era un misterio y sus ojos protegidos por los cristales me lo confirmaban.
            Antonio, así se llamaba, llegó desde Buenos Aires a Las Garzas con sus baúles llenos de trajes nuevos, billetes y una mujer. Cómo podría pasar desapercibido en medio de gauchos y jornaleros se lo habían preguntado miles de veces y, aunque trataba de hallar una solución práctica a la cuestión, no lograba encontrar la manera de camuflarse entre tan singulares vecinos.
            Y no pudo, no pasó más de un mes desde su llegada cuando recibió el primer telegrama con el aviso de la inminente llegada de su mujer y sus hijos. El segundo aviso fueron los baúles de mi bisabuela colocados pulcramente en la galería de la casa. El plan comenzaba a tener fallas graves, insalvables.
            Su esposa llegó, la mujer se fue y con ella el apetito y el sueño.
            Pasaron las semanas y la cocina de la finca estaba atiborrada de platos con pavos, conejos, chivos, novillos, gallinas, aves de la más extraña procedencia y los frutos que la tierra virgen del lugar paría de a miles. Nada le despertaba el estomago y no había yuyo sedante que lo hiciera dormir. Doña Pancha, la conocedora de tes y brebajes, se cansaba del porfiado paciente que no se curaba con nada y ya no sabía que combinación nueva preparar para sus males.
            La tierra comenzó a agotarse, los frutos se podrían antes de madurar, los animales nacían enfermos y los que estaban enflaquecían día a día. Lo mismo le pasaba a mi bisabuelo, no tenía fuerzas ni para leer sus manuales de quesos o las noticias que llegaban del puerto con semanas de atraso. No pasó mucho tiempo hasta que la naturaleza hizo lo que le correspondía.
            Y hoy, en este camino polvoriento y abandonado que recorremos hasta las ruinas de la casa, te cuento todo esto para que entiendas por qué siempre que entro en esa habitación oscura y húmeda mis ojos buscan la foto del hombre con anteojos finos y tez joven. Ese que deseo morir de amor, empachado de amor en las tierras de la abundancia.