lunes, 19 de octubre de 2009

Suerte

De nuevo molestando! Y si, todavía no pierdo las mañas, aunque debería. Por eso les paso otro cuento, de menor calidad, pero que lo armé también con ganas de contar alguito...
Saludos a los miles de lectores ( ;)), besos a todos...

Suerte

Nunca en mi vida he tenido suerte, he participado en centenares de concursos, juegos de azar, sorteos, rifas, bingos, juegos de cartas, etc. y jamás tuve suerte. Hasta ese día en el que no sé muy bien cómo sonó el teléfono con la noticia de mi viaje. Destino incierto decía el pasaje que abría el camino hacia una aventura que ya empezaba a palpar por los nervios que me agotaban.

Era mí primera vez en el tren de larga distancia, mi primera vez fuera del valle pero no tenía más que ansias por llegar a esa tierra prometida, llena de selvas y animales extraordinarios.

El sonido de la maquina no me dejaba dormir ni un instante, me brotaban de los ojos unas sombras oscuras que me hacían más pálida de los que en realidad era y, con el cansancio propio del viajero poco acostumbrado, empezaba a creer que nunca podría dormir en esa mole que cargaba con decenas de pasajeros.

Leí mis libros sobre geografía para no perder ni un sitio importante al llegar, tomé las notas que tanto me ayudarían con el desconocido lenguaje, escribí metódicamente en la bitácora que inicié una semana antes de partir y nada pero absolutamente nada me ayudaba a conciliar el sueño. Ya cansada de estar cansada recorrí los vagones en busca de conversaciones aburridas sobre el clima, las finanzas o los deportes pero no encontraba quien pudiese regalarme un bostezo.

Decidida a quedarme dormida en cualquier instante me apoyé en los vidrios calidos de mi ventanilla y comencé a mirar fijamente el monótono paisaje: una fila de lapachos amarillos, algunos tilos, una casa blanca de techos bajos, un diariero en la estación, un grupo de niños jugando en un descampado, etc. Sin embargo el letargo tan ansiado a esas alturas no llegaba. Una vez fallido el plan inicial, creí conveniente contar los objetos que observaba: catorce lapachos amarillos, cuatro tilos, una casa blanca de techos bajos, un diariero en la estación, un grupo de siete niños jugando en un descampado, etc.

Como un recurso, debo confesar, casi desesperado fui al comedor del tercer vagón y pedí "algo fuerte", pues sabía que tan sólo un trago de vino era suficiente para adormecerme por completo. Me sirvieron, en este orden, tres copas de Malbec, dos de wisky, una de tequila, cuatro de mistela, una de cerveza, etc. Mis esfuerzos por dormir, sin pausa hasta recobrar la tan ansiada sensación de descanso, se frustraron nuevamente aunque dejaron algunas risas sin sentido y unos pedidos de silencio desperdigados por los vagones.

Recomencé la tarea una vez más, pero ya con menos ansias, esto de no poder hacer una siesta sin pausas y a mis anchas no me interesaba tanto como al principio. Fue en ese preciso momento en el que descubrí, entre los folletos turísticos de mi destino, un recorte muy singular que decía así:

"Ciudad Insomne. Situada al norte de Nigeria. Sus habitantes tienen la singular costumbre de no dormir nunca, de manera que no tienen la menor idea de lo que es el sueño. La ciudad es un lugar muy peligroso para los extranjeros. Si un viajero llegara a dormirse, los nativos, creyéndolo muerto, se pondrían a excavar un sepulcro enorme y, con gran ceremonia, lo sepultarían de inmediato."


A. J. Tremearne, Hausa Superstitions and Customs, Londres, 1913

De un salto, que despertó a mi acompañante de asiento, me levanté con una sonrisa gigante entre los labios, por fin, si, por fin había llegado la suerte a mi vida.