viernes, 14 de enero de 2011

Las Garzas

Les paso a continuación un nuevo cuento, sin terminar, para que lo lean y juzguen, critiquen y opinen, sean duros, muy duros.

No recuerdo la primera vez que miré la foto, imponente en la cima de la biblioteca, pero tengo grabada en la memoria la imagen de sus anteojos de marco fino y su tez joven, más joven de lo que era. Mi bisabuelo era un misterio y sus ojos protegidos por los cristales me lo confirmaban.
            Antonio, así se llamaba, llegó desde Buenos Aires a Las Garzas con sus baúles llenos de trajes nuevos, billetes y una mujer. Cómo podría pasar desapercibido en medio de gauchos y jornaleros se lo habían preguntado miles de veces y, aunque trataba de hallar una solución práctica a la cuestión, no lograba encontrar la manera de camuflarse entre tan singulares vecinos.
            Y no pudo, no pasó más de un mes desde su llegada cuando recibió el primer telegrama con el aviso de la inminente llegada de su mujer y sus hijos. El segundo aviso fueron los baúles de mi bisabuela colocados pulcramente en la galería de la casa. El plan comenzaba a tener fallas graves, insalvables.
            Su esposa llegó, la mujer se fue y con ella el apetito y el sueño.
            Pasaron las semanas y la cocina de la finca estaba atiborrada de platos con pavos, conejos, chivos, novillos, gallinas, aves de la más extraña procedencia y los frutos que la tierra virgen del lugar paría de a miles. Nada le despertaba el estomago y no había yuyo sedante que lo hiciera dormir. Doña Pancha, la conocedora de tes y brebajes, se cansaba del porfiado paciente que no se curaba con nada y ya no sabía que combinación nueva preparar para sus males.
            La tierra comenzó a agotarse, los frutos se podrían antes de madurar, los animales nacían enfermos y los que estaban enflaquecían día a día. Lo mismo le pasaba a mi bisabuelo, no tenía fuerzas ni para leer sus manuales de quesos o las noticias que llegaban del puerto con semanas de atraso. No pasó mucho tiempo hasta que la naturaleza hizo lo que le correspondía.
            Y hoy, en este camino polvoriento y abandonado que recorremos hasta las ruinas de la casa, te cuento todo esto para que entiendas por qué siempre que entro en esa habitación oscura y húmeda mis ojos buscan la foto del hombre con anteojos finos y tez joven. Ese que deseo morir de amor, empachado de amor en las tierras de la abundancia.